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Probablemente la profesión de médico es la más antigua de todas, o al menos lo es tanto como esa otra que tiene reputación de ser la más veterana del mundo. Y es que, si la vehemencia natural del hombre primitivo creó determinadas urgencias biológicas, no es menos cierto que los males que pronto le aquejaron produjeron la ineludible necesidad de ese otro oficio, de ese otro personaje: el sanador, el médico.
No es, sin embargo, hasta la época de la antigua Mesopotamia, hace 1500 años, cuando aparece la figura del médico práctico, el ‘asu’, que utilizaba tanto los remedios vegetales como las intervenciones quirúrgicas, a veces profilácticamente, como cuando castraba a los esclavos al servicio de las mujeres principales.
El Código sumerio de Hammurabi es la primera legislación que se ocupa de la mala praxis, recogiendo las sanciones que se debían aplicar a los médicos. Por ejemplo: “...si un médico ha causado la muerte de un enfermo, se le cortarán las manos...”.
Luego fue el Juramento de Hipócrates el que obligó a los médicos de muchas promociones a jurar por Apolo y por Esculapio los principios éticos de su profesión.
En la Antigua Roma la figura del pater familiae como cuidador de la salud de la comunidad familiar fue sustituida por la del medicus, casi siempre inmigrado de la cercana Grecia, bien fuera éste vulnerarius (sanador de heridas) o carnifex (carnicero) cuando el fracaso en las intervenciones era el final habitual.
Bien pertenecieran los medici romanos a la concepción atomista, metodista, o fueran dogmáticos o empíricos en su proceder, su enseñanza y titulación no estuvieron oficialmente establecidas hasta el reinado del emperador Severo Alejandro (222-235), del que puede decirse que reglamentó por primera vez la profesión médica.
Nada nuevo acontece en este asunto que estamos comentando, salvo los certificados médicos (ichazas) que los estudiantes árabes de Medicina recibían tras estudiar con un maestro de reconocida solvencia. Las ichazas de médico excluían de la práctica de la Ginecología, reservada casi con exclusividad a las matronas.
Y en este vertiginoso recorrido por la historia no hay más novedad en la normalización del ejercicio de la Medicina hasta la Europa Medieval, donde Roger II de Sicilia, en 1140, legisla un examen final para poder ejercer, complaciendo de esta forma a los magistri de la Escuela de Salerno.
Esta regulación se consolida con Federico II en 1224, dentro del ambiente intelectual impregnado del averroísmo latino. Se legisla que todos los aspirantes a médicos deberán ser examinados públicamente por los profesores de Salerno, los que, superadas las pruebas, entregarán al nuevo magister en Medicina un anillo, una rama de laurel, un libro y un beso de paz.
Es tres siglos después cuando encontramos otra disposición oficial digna de mención: la pragmática promulgada por Felipe II en 1558, que es todo un modelo legal de organización profesional de la época. Basten como referencia algunos fragmentos de tal norma: “(...) nombrarán dos examinadores para que se hallen en el Hospital General (...); y allí ordenarán al que se examina tome el pulso a cuatro o cinco enfermos; y le preguntarán lo que ha entendido de cada enfermo y de la calidad de su enfermedad (...) y las causas (...) y de qué medicinas y remedios piensa usar (...)”. (Ley Séptima de la Pragmática de 1558, que crea el Tribunal del Protomedicato).
En las Universidades de Barcelona, Salamanca, Valencia, Alcalá y Granada se cursaban, en el siglo XVI, los estudios de Medicina (las teorías de Hipócrates y Galeno), consiguiéndose, tras un curso de prácticas, el título de Licenciado en Medicina.
No quisiera terminar esta nómina legislativa sin referirme al contenido de un título oficial de médico expedido, en nombre de S.M. Fernando VII, por los médicos-cirujanos de Cámara en el año 1831. Tras el encabezamiento, se relata con todo detalle las obligaciones y privilegios del propietario del título de Licenciado en Medicina, donde no se omite lo que hace referencia a motivos religiosos y circunstancias políticas. En cualquier caso, es un documento curioso, que no debe faltar en el relato de la historia de nuestra profesión. Copio, resumidos, algunos fragmentos: “(...) Damos licencia para que libremente pueda ejercer la citada Facultad de Medicina. Y de parte del Rey Nuestro Señor requerimos a todos las Justicias no le pongan impedimento alguno, ni sea molestado ni vejado, haciendo se le paguen cualesquiera maravedis que por razón de su Facultad le sean debidos. Declaramos que ha prestado juramento de defender el Misterio de la Purísima Concepción de la siempre Virgen María; guardar secreto en los casos convenientes; no haber pertenecido a sociedades secretas ni reconocer el absurdo principio de que el pueblo es árbitro de cambiar la forma de gobierno establecida; despreciar todos los riesgos y contagios cuando lo exija la salud pública; aconsejar a los que estén en peligro de morir el arreglo de sus negocios espirituales y temporales; no aconsejar el aborto ni el infanticidio (...) en cuyo virtud libramos el presente Título”.
[post_title] => Breve recorrido histórico de la reglamentación del ejercicio de la Medicina: de Roma a Fernando VII
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Probablemente la profesión de médico es la más antigua de todas, o al menos lo es tanto como esa otra que tiene reputación de ser la más veterana del mundo. Y es que, si la vehemencia natural del hombre primitivo creó determinadas urgencias biológicas, no es menos cierto que los males que pronto le aquejaron produjeron la ineludible necesidad de ese otro oficio, de ese otro personaje: el sanador, el médico.
No es, sin embargo, hasta la época de la antigua Mesopotamia, hace 1500 años, cuando aparece la figura del médico práctico, el ‘asu’, que utilizaba tanto los remedios vegetales como las intervenciones quirúrgicas, a veces profilácticamente, como cuando castraba a los esclavos al servicio de las mujeres principales.
El Código sumerio de Hammurabi es la primera legislación que se ocupa de la mala praxis, recogiendo las sanciones que se debían aplicar a los médicos. Por ejemplo: “...si un médico ha causado la muerte de un enfermo, se le cortarán las manos...”.
Luego fue el Juramento de Hipócrates el que obligó a los médicos de muchas promociones a jurar por Apolo y por Esculapio los principios éticos de su profesión.
En la Antigua Roma la figura del pater familiae como cuidador de la salud de la comunidad familiar fue sustituida por la del medicus, casi siempre inmigrado de la cercana Grecia, bien fuera éste vulnerarius (sanador de heridas) o carnifex (carnicero) cuando el fracaso en las intervenciones era el final habitual.
Bien pertenecieran los medici romanos a la concepción atomista, metodista, o fueran dogmáticos o empíricos en su proceder, su enseñanza y titulación no estuvieron oficialmente establecidas hasta el reinado del emperador Severo Alejandro (222-235), del que puede decirse que reglamentó por primera vez la profesión médica.
Nada nuevo acontece en este asunto que estamos comentando, salvo los certificados médicos (ichazas) que los estudiantes árabes de Medicina recibían tras estudiar con un maestro de reconocida solvencia. Las ichazas de médico excluían de la práctica de la Ginecología, reservada casi con exclusividad a las matronas.
Y en este vertiginoso recorrido por la historia no hay más novedad en la normalización del ejercicio de la Medicina hasta la Europa Medieval, donde Roger II de Sicilia, en 1140, legisla un examen final para poder ejercer, complaciendo de esta forma a los magistri de la Escuela de Salerno.
Esta regulación se consolida con Federico II en 1224, dentro del ambiente intelectual impregnado del averroísmo latino. Se legisla que todos los aspirantes a médicos deberán ser examinados públicamente por los profesores de Salerno, los que, superadas las pruebas, entregarán al nuevo magister en Medicina un anillo, una rama de laurel, un libro y un beso de paz.
Es tres siglos después cuando encontramos otra disposición oficial digna de mención: la pragmática promulgada por Felipe II en 1558, que es todo un modelo legal de organización profesional de la época. Basten como referencia algunos fragmentos de tal norma: “(...) nombrarán dos examinadores para que se hallen en el Hospital General (...); y allí ordenarán al que se examina tome el pulso a cuatro o cinco enfermos; y le preguntarán lo que ha entendido de cada enfermo y de la calidad de su enfermedad (...) y las causas (...) y de qué medicinas y remedios piensa usar (...)”. (Ley Séptima de la Pragmática de 1558, que crea el Tribunal del Protomedicato).
En las Universidades de Barcelona, Salamanca, Valencia, Alcalá y Granada se cursaban, en el siglo XVI, los estudios de Medicina (las teorías de Hipócrates y Galeno), consiguiéndose, tras un curso de prácticas, el título de Licenciado en Medicina.
No quisiera terminar esta nómina legislativa sin referirme al contenido de un título oficial de médico expedido, en nombre de S.M. Fernando VII, por los médicos-cirujanos de Cámara en el año 1831. Tras el encabezamiento, se relata con todo detalle las obligaciones y privilegios del propietario del título de Licenciado en Medicina, donde no se omite lo que hace referencia a motivos religiosos y circunstancias políticas. En cualquier caso, es un documento curioso, que no debe faltar en el relato de la historia de nuestra profesión. Copio, resumidos, algunos fragmentos: “(...) Damos licencia para que libremente pueda ejercer la citada Facultad de Medicina. Y de parte del Rey Nuestro Señor requerimos a todos las Justicias no le pongan impedimento alguno, ni sea molestado ni vejado, haciendo se le paguen cualesquiera maravedis que por razón de su Facultad le sean debidos. Declaramos que ha prestado juramento de defender el Misterio de la Purísima Concepción de la siempre Virgen María; guardar secreto en los casos convenientes; no haber pertenecido a sociedades secretas ni reconocer el absurdo principio de que el pueblo es árbitro de cambiar la forma de gobierno establecida; despreciar todos los riesgos y contagios cuando lo exija la salud pública; aconsejar a los que estén en peligro de morir el arreglo de sus negocios espirituales y temporales; no aconsejar el aborto ni el infanticidio (...) en cuyo virtud libramos el presente Título”.
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