Mi admirado Samuel: Tú sabes muy bien que mucho tienes que ver con la anestesia. La mayoría de los mortales, no. Pero lo aprenderán si tú les das esta carta, con la recomendación de que la lean de punta a rabo, que menos trabajo tiene leerla que escribirla.
Bien sabes Samuel que generalmente se piensa que cuando fracasa la medicina tiene que actuar la cirugía con todas sus consecuencias. Pero, claro, los cirujanos, que poco a poco fueron ampliando el campo de sus actuaciones, tuvieron en las intervenciones quirúrgicas un incómodo enemigo: el dolor. Los cirujanos, que se movían profesionalmente desde los cauterios a las amputaciones de miembros necrosados, tuvieron que soportar a este incómodo competidor, un enemigo cruel que aparecía en cualquiera de sus intervenciones y que llegó a limitarlas a aquellas verdaderamente necesarias.
Así es que, enseguida, cuando el médico tuvo necesidad de operar se le planteó un reto importante a superar con la mayor rapidez: vencer al dolor.
A lo largo de la historia se han utilizado con este propósito multitud de procedimientos y actitudes, hasta que surge como método seguro y eficaz la moderna anestesia general.
Voy a citar, para tu conocimiento, amigo Samuel, algunos de los productos ensayados antes de la implantación de la moderna anestesia general: el propio alcohol, el beleño, el cáñamo, el opio, el acónito fueron tanteados, entre otros compuestos.
Lo asirios, bravos ellos, comprimían la arteria carótida a nivel del cuello, con lo que se producía una isquemia cerebral y una obnubilación pseudocomatosa, tiempo que era aprovechado por los cirujanos para operar.
Los médicos egipcios usaban para anestesiar la “piedra de Menfis”. El polvo de esta piedra caliza mezclada con vinagre desprendería anhídrido carbónico, cuya concentración produciría un amodorramiento.
Hua Tho, el gran cirujano chino de la dinastía de Wri, comparado por su notoriedad con Hipócrates, preparaba un sedante a base de hachís y vino, al que denominó “mario”, con el que se producía un sueño profundo, que no era otra cosa que una embriaguez.
Pues así se anestesiaban a los enfermos hasta que apareció en escena la “esponja mandrágora”, mezcla de opio, beleño y mandrágora. De esta forma, bajo los tormentos que estos métodos no eran capaces de calmar, se operaban a los enfermos, que soportaban el dolor del escalpelo y cauterios, inmovilizados fuertemente, a mayor abundancia, a la mesa de operaciones.
No deseo hacer un breve manual de la historia de la anestesia, pero sí citar los métodos o productos que se utilizaron hasta llegar al éter, como el mismo opio, a través de su tintura, el láudano, el mesmerismo o “magnetismo animal” y el propio hipnotismo.
Todos estos productos o métodos no tienen ninguna validez hasta que llega el protóxido de nitrógeno. Es ahora donde debemos rendir homenaje a dos personajes, porque sus trabajos permitieron sintetizar el protóxido de nitrógeno que dio paso al descubrimiento de los primeros anestésicos por vía inhalatoria. Estos dos personajes no son otros que los doctores Priestley y Humphry Davy (1796).
En estas estábamos, cuando entró en escena el doctor Thomas Beddoes, que inhaló una pequeña cantidad de protóxido de nitrógeno, experimentado una sensación de suave presión, risas, éxtasis y embriagadora placidez y deleite. Por producir risa fue denominado por todos como “gas de la risa o gas hilarante”, empleándose por esto en los juegos de sociedad de los aristocráticos salones con algún accidente sobre la salud, ya que se desconocía la dosis que se podía aspirar.
El doctor Davy continuó empleando el “gas hilarante” como anestésico general, sobre todo en odontología, pero en el aspecto médico general, el gas cuyas propiedades descubrió el doctor Davy durmió
–nunca mejor dicho– en el olvido durante casi cincuenta años, periodo en el que solo se utilizaba en los salones de la aristocracia como juego de placer como gas hilarante para obtener una deliciosa sensación de placer.
A ti, Samuel Colt, que fuiste un curioso personaje, que además de inventar y fabricar el mejor revólver, tan volteado, disparado y enfundado en las películas de indios y vaqueros del oeste americano, el fabuloso “Colt 45”, y que escupió mucho plomo real en la guerra contra los indios seminolas y en la que enfrentó a Texas y México, te dio por organizar empresas circenses, además de otras variopintas actividades, como la instalación de una batería subacuática para la defensa del puerto o un tendido de un cable telegráfico submarino.
Ciertamente, Samuel, fuiste un hombre con inquietudes polifacéticas. Pues bien, allí, bajo la grandiosa carpa del circo de Colt, el dentista Wells tuvo ocasión de presenciar con asombro un número circense insólito e inédito: uno de los artistas fue curado de una importante herida, sin dolor alguno, bajo los efectos del “gas hilarante”. El paradigma de la carcajada, la emoción contenida del “más difícil todavía”, en el límite de lo imposible, da la razón a las tímidas hipótesis científicas de Davy. Solo quedaba que Horace Wells comprobase en la clínica lo que había presenciado sobre la arena del circo. Y esta experiencia fue un éxito: veinticuatro horas más tarde su colega, el doctor Riggs, extraía al propio Wells un molar superior sin dolor alguno, tras la inhalación de óxido de nitroso gaseoso, “el gas de la risa”, en 1844. Al despertar Wells exclamó: “¡Esto abre una nueva era a la odontología! ¡Me dolió menos que el pinchazo de un alfiler!”.
Pero lo que viene después de esto es otra historia, que resumo para que la narración no esté manca ni coja. Wells realizó varias experiencias más, todas con éxito pleno, de tal forma que comunicó su hallazgo al doctor William Morton, del Massachusetts General Hospital, que rápidamente organizó una demostración en el aula magna del hospital. Llegado el momento Wells solicitó un voluntario de entre los del público que tuviese una muela con caries, y después de administrarle el gas, procedió a extraerle la muela… pero esta vez con un terrible dolor. El fracaso fue rotundo. ¿Qué ocurrió?, ¿la dosis fue insuficiente?, ¿no se esperó lo conveniente? Lo que se presumía un éxito se tornó en fracaso coreado por gritos de ¡charlatán! ¡charlatán!
Wells siguió insistiendo en su método anestésico con muy pocos y leves accidentes. Tras el protóxido nitroso, que abrió la puerta a otros gases útiles en la anestesia general, se introdujo el éter sulfúrico, de la mano del doctor William Morton. El éter se extendió muy pronto como alternativa provechosa al cloroformo, que se utilizaba mucho en Europa y Sudamérica. El efecto analgésico del cloroformo, descubierto por Simpson, fue ampliamente difundido desde que la Reina Victoria de Inglaterra se hizo anestesiar durante el parto del duque de Albany. “Anestesia a la reina” se llamó desde entonces esta forma de actuar.
Bueno, amigo Samuel, te he contado lo fundamental como me pedías, que material hay entre los anestésicos administrados por vía general o local, como para escribir un tratado, pero lo novedoso aquí, y que ha sido el motivo de esta misiva, además de proporcionar conocimiento de los primeros anestésicos, es hacer ver que, en realidad, el primero se mostró en un circo tuyo, y si esto es novedoso, no lo es menos el conocer que el hombre que utilizó como más fama y poderío el revolver Colt 45 montase un circo, entre otras actividades extrañas.
Carta celestial a Samuel Colt con mi agradecimiento anestésico
Ángel Rodríguez Cabezas.
Asociación Española de Médicos Escritores y Artistas.
Sociedad Española de Historia de la Medicina.
27 de junio 2024. 11:55 am