Es frecuente oír calificar a la epilepsia de 'enfermedad maldita', pero aunque lo parezca, tal calificativo no es fruto de la gravedad que pueda albergar, pues cada vez se la controla mejor y la mayoría de los enfermos puede hoy llevar una vida normal, sino del gran desconocimiento que aún pervive en torno a ella. Así, aunque no es un trastorno raro, a su alrededor persisten todavía grandes mitos -a veces auténticas barbaridades- que, según los expertos, deben ser definitivamente erradicados para lograr una integración plena de estos enfermos en la sociedad, que incompresiblemente sigue discriminándolos.
Un ejemplo ya clásico de dichos mitos es la muy extendida creencia de que durante una crisis epiléptica es necesario sujetar fuertemente a la persona afectada e introducirle una cuchara en la boca para evitar que se muerda o trague la lengua.
En realidad, señalan los especialistas, es imposible que un epiléptico se pueda tragar su propia lengua; además, forzarlo a abrir la boca le puede ocasionar daños mucho más graves. Por otro lado, es fácil interpretar como gesto violento la simple realización de movimientos bruscos resultantes de un acto reflejo natural, involuntario, en actitud de autoprotección.
La acción adecuada en estas circunstancias es más sencilla de lo esperable: vigilar que el enfermo no se haga daño con ningún elemento externo, colocar algo blando o acolchado bajo su cabeza, ponerlo de costado, permanecer a su lado mientras dura el episodio y ofrecerle ayuda una vez finalizado éste.
Trastorno del cerebro
La epilepsia se define como una enfermedad crónica del sistema nervioso central que se manifiesta en forma de crisis inesperadas y espontáneas; dichas crisis se desencadenan por una excesiva actividad eléctrica de un grupo de neuronas hiperexcitables. En otras palabras, no se trata de una enfermedad psiquiátrica ni mental, sino de un problema físico derivado de un funcionamiento anormal y esporádico de algunas células cerebrales, lo cual puede afectar a funciones como el movimiento, el comportamiento o el nivel de conciencia (noción de lo que sucede a nuestro alrededor). Las crisis suelen durar apenas unos segundos o unos minutos, tras lo cual el cerebro vuelve a funcionar con normalidad. Dado que el único síntoma son las crisis epilépticas intermitentes, la mayoría de las personas con epilepsia son plenamente capaces para realizar sus actividades cotidianas el resto de su tiempo.
Se estima que en el mundo un total de 50 millones de personas convive diariamente con la epilepsia; en nuestro país, cerca de 400.000 españoles la padecen. Es una enfermedad que puede afectar a cualquier persona en cualquier momento de su vida, pero en la mayoría de los casos se manifiesta en los extremos de la misma, es decir, en la infancia y a partir de los 65 años de edad.
No obstante, los expertos indican que padecer una crisis epiléptica en un momento determinado no implica que se sufra epilepsia; para hablar de enfermedad hay que haber sufrido más de una crisis. Además, se debe tener en cuenta que algunas personas pueden experimentar más de una crisis convulsiva causadas por estrés, alcohol, consumo de drogas, fiebre elevada, diabetes u otras enfermedades, y no por ello estas personas tienen epilepsia.
Diversas causas
La epilepsia suele manifestarse en forma de convulsiones, a veces aparatosas y acompañadas de emisión de orina, pero en otras ocasiones aparecen menos convulsas, como debido a una falta de respuesta a estímulos durante la que el paciente se queda con la mirada fija, ausente, con movimientos automáticos (tragar repetidamente o frotarse las manos). Según sean las características particulares de estas crisis, se denominan crisis parciales o focales o simplemente ausencias.
Un tumor cerebral, una malformación, una meningitis, un traumatismo craneal causado por un golpe en la cabeza, antecedentes familiares, infecciones y tumores del sistema nervioso central, un consumo abusivo de bebidas alcohólicas, etc., pueden ser factores desencadenantes de la epilepsia. En la población más joven se la asocia a complicaciones perinatales y afecciones congénitas, genéticas y del desarrollo. Las enfermedades cerebrovasculares son el factor de riesgo más frecuente en ancianos. En algunos casos no es posible determinar la causa.