Poca gente es consciente de
los problemas dermatológicos
que suponen tanto el
consumo activo como el sufrimiento
pasivo del humo del
tabaco. Sequedad en la piel,
aparición de vello, arrugas,
apariencia grisácea o manchas
son sólo algunos de una larga
lista de ‘males antiestéticos’
que provoca el hábito tabáquico.
Basta con mirar a la cara de
un fumador para darse cuenta
de la influencia de esta lacra
también en la belleza. Aspecto
facial demacrado, apariencia
grisácea en la piel, manchas de
color púrpura y arrugas marcadas
por doquier son las cuatro
características que, a juicio del
médico inglés Douglas Model,
dibujan el rostro de la mayoría
de los fumadores con más de
diez años de consumo.
No en vano, el humo del tabaco
seca la piel y reduce la
cantidad de flujo sanguíneo que
llega a ella. Con menos sangre,
nuestro envoltorio natural no
goza de todo el oxígeno y otros
nutrientes esenciales que necesita,
viéndose abocada a la deshidratación.
Y aunque la piel de la
mujer es más sensible que la de
los hombres, las consecuencias
las notan también ellos. Y no
hay que olvidar las consecuencias
del tabaco en las manos. A
causa de la nicotina, la piel de
los dedos se vuelve amarilla, un
efecto denominado discromía y
que se observa fácilmente en los
fumadores habituales.
Pero las consecuencias del
tabaco sobre la belleza no terminan
en la piel. Fumar causa
y agrava enfermedades oculares,
de hecho, el porcentaje de
personas con cataratas es un
40 por ciento mayor entre los
fumadores. Fumar también se
siente, y mucho, en los dientes.
El tabaco contribuye a un
exceso de sarro, tiñe los dientes
de amarillo, acelera el deterioro
de la dentadura y contribuye
a la aparición de caries.
Es más, el riesgo de perder los
dientes se multiplica por 1,5
en los fumadores.