Cada país celebra la entrada

del nuevo año a su

manera. En España lo hacemos

comiendo una uva por

cada campanada, en los países

anglosajones las mujeres

visten ropa interior roja, en

Italia las lentejas son el ingrediente

esencial de la cena

con la que se recibe el nuevo

año y en Colombia salen a la

calle con una maleta vacía y

dan la vuelta a la manzana

con la ilusión de que así comience

un nuevo viaje, una

nueva vida. Todas son tradiciones

muy dispares pero

persiguen lo mismo: atraer a

la suerte y conseguir que el

año que comienza sea mejor

que el anterior.

Sea cual sea la forma de

celebrarlo, todas las personas

tenemos en mente propósitos

para el año nuevo. Cambios

en nuestra vida que creemos

que nos harán mejor

personas y nos ayudarán a

sentirnos bien con nosotros

mismos: dejar de fumar, adelgazar,

ir al gimnasio, dedicarnos

más tiempo, aprender inglés

o informática, encontrar

una pareja, intentar acortar

las distancias que nos separan

de la actual o simplemente

no ver tanta televisión.

Empezamos el año con muchas

ganas pero con el paso

del tiempo se van desvaneciendo

y en tan sólo unas semanas

el propósito cae en

‘saco roto’. Y en la próxima

Nochevieja seguro que los

propósitos serán exactamente

los mismos o muy parecidos

a los del año anterior.

Aún así marcarnos metas

para el nuevo año es un síntoma

evidente de salud y de autoestima

pues significa que

tenemos aspiraciones e ilusión

por las cosas y que nos

sentimos capaces de alcanzarlas.

El problema llega cuando

los propósitos son agotadores,

inalcanzables y nada satisfactorios.

Al no conseguir lo

que queremos nuestra autoestima

disminuye y nos sentimos

decepcionados. Por ello

es importante no plantear los

propósitos a la ligera, ser realistas

y saber cómo conseguir

que se cumplan.